Es san Lucas quien narra el esfuerzo de Zaqueo por ver y encontrar a Jesús y quien describe la alegría que siente al recibirlo en su casa[1].
Zaqueo era ¿cómo decirlo? Pues como el encargado de los aduaneros de la zona; un personaje realmente original: su mucho dinero no había enorgullecido su corazón: era espontáneo, ardiente, curioso, no tenía sentido del ridículo. Era un hombre sin complejos, por decirlo en pocas palabras. Zaqueo era de baja estatura, señala el evangelista. Y cuando Jesús pasó ante él, no pudo dejar de percibir la extraña figura de aquel hombre subido como un chiquillo sobre un árbol. Quizá preguntó de quién se trataba y alguien le explicó que era un famoso ricachón que los exprimía a todos con los impuestos. A Jesús no le fue difícil adivinar qué gran corazón se escondía en ese pequeño cuerpo. Y afrontó la situación con cierto humorismo. Comenzó –¡Qué maravillosa manera de actuar del Señor!- por llamar a Zaqueo por su nombre, como si se tratase de un viejo amigo, y siguió por auto invitarse a su casa[2].
Y Zaqueo, que tenía el corazón mayor que las apariencias, bajó del árbol y corrió hacia su casa para que todo estuviera listo para cuando llegara el Señor. Sin embargo no todos asistieron a la escena con la misma limpieza de corazón. Muchos murmuraban que hubiera entrado en la casa de un hombre pecador[3].
A lo largo de evangelio, Jesús perdona fácilmente todos los pecados. Los hombres y mujeres pecadores con quienes se encuentra en su camino son en realidad como un río que se desborda y arrasa con todo, pero, con el tiempo, las aguas vuelven a su cauce, es decir, hay más debilidad que maldad[4].
Otra cosa es el río que, sí, está en su cauce; que, sí, nunca se desborda; que, sí, está sereno y tranquilo pero que ¡ay! está envenenado. El fariseo es como el río sereno: tiene la mejor de las apariencias, resulta maravilloso en su paisaje, pero todo el que beba de él morirá.
Son los pecados del fariseo –la apariencia de virtud, el juego de palabras muy bonitas pero faltas de contenido y de obras; la soberbia disfrazada de ser elegido- lo que sacaba de quicio a Jesús[5].
No es que Jesús no perdone con facilidad esos modos, es que quien es así no entiende, está cerrado en sí mismo. Le cuesta mucho advertir que está hecho una gusanera de suficiencia y de engreimiento. Le resulta más fácil pensar y juzgar lo que ve en otros: los pecados de la carne, la injusticia en el uso de los bienes materiales, una vida desenfrenada, desordenada. Y juzga con dureza; es incapaz de entender el corazón: juzga las acciones sólo por las apariencias.
Sin duda para el Señor aquel fue un día muy agradable y alegre: alguien le había entendido sin demasiadas explicaciones: Zaqueo. Jesús había encontrado en aquel hombre un gran corazón, justo por eso es que afirma: Hoy ha llegado la salvación a ésta casa, porque también él es hijo de Abraham, y el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido[6].
Sin duda los fariseos que en aquel momento lo escuchaban sintieron un nuevo latigazo en el alma, para ellos lo perdido estaba perdido para siempre. Pero Jesucristo no actúa así, el siempre da las oportunidades que hagan falta, solamente espera un corazón abierto, franco y sencillo. Un corazón, además, con sentido del humor.
[1] Homilía pronunciada el 4.XI.2007, XXXI Domingo del tiempo ordinario, en la parroquia de St. Matthew, en San Antonio (Texas).
[2] J.L. Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazareth, Ed. Sigueme, Salamanca, 1997, pp. 895-898.
[3] Lc 19, 7.
[4] Cfr las conversaciones con Nicodemo (Jn 3, 1-15), la Samaritana (Jn 4, 7-26), Marta y María (Lc 10, 38-42), la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8, 1-11), e incluso la conversación con Pilato (Jn 18,38).
[5] El soberbio –dice un amigo que yo quiero mucho, se llama Suso- huye de conocerse a sí mismo: le aterra. Es un presuntuoso que piensa que es capaz de todo, que las leyes que rigen para los demás no van con él, ni siquiera las de la naturaleza. El soberbio es un chulito que anda presumiendo dejando caer frases de lo muy principal y preparado que está, de lo sagaz que es y, si abres la boca cuando él habla, hasta de su hermosura. Nunca olvidaré a una señora que, a gritos, de pie, delante de un servidor y de su marido, anunciaba al mundo entero refiriéndose a ella “¡¡¡ A VER SI ESTE PLATO ES BUENO O NO ES BUENOOOO!!!”. Y, a la vez, pasaba la mano como un torero desde la punta de la cabeza hasta la punta de los pies. A lo mejor, en el fondo, todos tenemos alguien dentro gritando eso de ¡¡¡ A VER SI ESTE PLATO ES BUENO O NO ES BUENO!!! En fin, si eres soberbio conviene que ames la soledad, porque un día te quedarás solo, termina diciendo mi amigo.
[6] v. 10
Zaqueo era ¿cómo decirlo? Pues como el encargado de los aduaneros de la zona; un personaje realmente original: su mucho dinero no había enorgullecido su corazón: era espontáneo, ardiente, curioso, no tenía sentido del ridículo. Era un hombre sin complejos, por decirlo en pocas palabras. Zaqueo era de baja estatura, señala el evangelista. Y cuando Jesús pasó ante él, no pudo dejar de percibir la extraña figura de aquel hombre subido como un chiquillo sobre un árbol. Quizá preguntó de quién se trataba y alguien le explicó que era un famoso ricachón que los exprimía a todos con los impuestos. A Jesús no le fue difícil adivinar qué gran corazón se escondía en ese pequeño cuerpo. Y afrontó la situación con cierto humorismo. Comenzó –¡Qué maravillosa manera de actuar del Señor!- por llamar a Zaqueo por su nombre, como si se tratase de un viejo amigo, y siguió por auto invitarse a su casa[2].
Y Zaqueo, que tenía el corazón mayor que las apariencias, bajó del árbol y corrió hacia su casa para que todo estuviera listo para cuando llegara el Señor. Sin embargo no todos asistieron a la escena con la misma limpieza de corazón. Muchos murmuraban que hubiera entrado en la casa de un hombre pecador[3].
A lo largo de evangelio, Jesús perdona fácilmente todos los pecados. Los hombres y mujeres pecadores con quienes se encuentra en su camino son en realidad como un río que se desborda y arrasa con todo, pero, con el tiempo, las aguas vuelven a su cauce, es decir, hay más debilidad que maldad[4].
Otra cosa es el río que, sí, está en su cauce; que, sí, nunca se desborda; que, sí, está sereno y tranquilo pero que ¡ay! está envenenado. El fariseo es como el río sereno: tiene la mejor de las apariencias, resulta maravilloso en su paisaje, pero todo el que beba de él morirá.
Son los pecados del fariseo –la apariencia de virtud, el juego de palabras muy bonitas pero faltas de contenido y de obras; la soberbia disfrazada de ser elegido- lo que sacaba de quicio a Jesús[5].
No es que Jesús no perdone con facilidad esos modos, es que quien es así no entiende, está cerrado en sí mismo. Le cuesta mucho advertir que está hecho una gusanera de suficiencia y de engreimiento. Le resulta más fácil pensar y juzgar lo que ve en otros: los pecados de la carne, la injusticia en el uso de los bienes materiales, una vida desenfrenada, desordenada. Y juzga con dureza; es incapaz de entender el corazón: juzga las acciones sólo por las apariencias.
Sin duda para el Señor aquel fue un día muy agradable y alegre: alguien le había entendido sin demasiadas explicaciones: Zaqueo. Jesús había encontrado en aquel hombre un gran corazón, justo por eso es que afirma: Hoy ha llegado la salvación a ésta casa, porque también él es hijo de Abraham, y el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido[6].
Sin duda los fariseos que en aquel momento lo escuchaban sintieron un nuevo latigazo en el alma, para ellos lo perdido estaba perdido para siempre. Pero Jesucristo no actúa así, el siempre da las oportunidades que hagan falta, solamente espera un corazón abierto, franco y sencillo. Un corazón, además, con sentido del humor.
[1] Homilía pronunciada el 4.XI.2007, XXXI Domingo del tiempo ordinario, en la parroquia de St. Matthew, en San Antonio (Texas).
[2] J.L. Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazareth, Ed. Sigueme, Salamanca, 1997, pp. 895-898.
[3] Lc 19, 7.
[4] Cfr las conversaciones con Nicodemo (Jn 3, 1-15), la Samaritana (Jn 4, 7-26), Marta y María (Lc 10, 38-42), la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8, 1-11), e incluso la conversación con Pilato (Jn 18,38).
[5] El soberbio –dice un amigo que yo quiero mucho, se llama Suso- huye de conocerse a sí mismo: le aterra. Es un presuntuoso que piensa que es capaz de todo, que las leyes que rigen para los demás no van con él, ni siquiera las de la naturaleza. El soberbio es un chulito que anda presumiendo dejando caer frases de lo muy principal y preparado que está, de lo sagaz que es y, si abres la boca cuando él habla, hasta de su hermosura. Nunca olvidaré a una señora que, a gritos, de pie, delante de un servidor y de su marido, anunciaba al mundo entero refiriéndose a ella “¡¡¡ A VER SI ESTE PLATO ES BUENO O NO ES BUENOOOO!!!”. Y, a la vez, pasaba la mano como un torero desde la punta de la cabeza hasta la punta de los pies. A lo mejor, en el fondo, todos tenemos alguien dentro gritando eso de ¡¡¡ A VER SI ESTE PLATO ES BUENO O NO ES BUENO!!! En fin, si eres soberbio conviene que ames la soledad, porque un día te quedarás solo, termina diciendo mi amigo.
[6] v. 10
Ilustración: Mardsen hartley, Cristo y Zaqueo, óleo sobre madera, Whitney Museum of American Art (New York).
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