Una persona vista por otra cualquiera o
vista con los ojos de aquel que la ama, no resulta la misma. A quien queremos
le encontramos virtudes y cosas que pasan desapercibidas para aquél que no
participa de nuestro sentimiento. Cuando alguien se enamora de una persona es
capaz de cantar sus excelencias con un, digamos, ardor sorprendente, y hasta de
transmitir el entusiasmo que siente.
Siempre que leo ésta carta de Pablo a los Efesios que la
liturgia nos propone el día de la Ascensión[1], tengo la impresión de que
es un canto exultante de un hombre enamorado de su fe, entusiasmado con su Dios
a quien ha conocido profundamente y de quien ha experimentado una infinita
misericordia. Me da la sensación de que [ésta carta] es el canto apasionado de
un hombre que se ha encontrado con Cristo y se ha quedado como paralizado, incapaz de guardar para sí
la felicidad que ese descubrimiento le ha proporcionado. Y como todo enamorado canta
todas las cualidades que ha ido descubriendo en su encuentro con el Señor. La
carta merece la pena que la releamos varias veces. San Pablo aparece como un
hombre cuyo entusiasmo se contagia, como un hombre que transmite electricidad a
través de los siglos; es la imagen de un hombre que se ha lanzado de cabeza al
abismo de Dios y ha vuelto a la tierra con unos ojos gozosos y un corazón
entusiasmado que le grita al mundo su gran hallazgo para que el mundo entero
participe en su suerte y en su alegría.
Un ejercicio interesante para saber cuáles son nuestros
defectos es oír con interés los comentarios que se hacen sobre nosotros, sobre
nuestro modo de ser o de comportarnos. Por regla general en todo comentario hay
algo de verdad, algo que nos refleja; oyendo lo que el mundo piensa de los
cristianos podemos corregir nuestros defectos. En otras palabras: ¿cómo nos ven
los que no son cristianos a los que decimos serlo? Hoy más que nunca se hace
imprescindible la autocrítica, el espíritu abierto, para ver las cosas que
estamos haciendo mal. Y corregirlas. Lo decía hace poco Benedicto XVI en Spe Salvi: «Es necesaria una autocrítica
de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la
esperanza. En este diálogo, los cristianos, en el contexto de sus conocimientos
y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente
su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo
que no pueden ofrecerle. Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna
confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender
siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces»[2].
Por tanto, éste mundo en el que vivimos, ésta sociedad en
la que nos relacionamos ¿Cómo nos ve a los cristianos, cómo unos hombres (y
donde digo hombre digo mujer) asombrados de la suerte que han tenido al
encontrarse con Cristo? ¿Cómo unos hombres que respiran alegría? ¿Cómo unos
hombres capaces de contagiar entusiasmo, ganas de vivir, de trabajar, de
disfrutar? ¿Cómo unos hombres que se apoyan en algo y en alguien que no falla
nunca? ¿Cómo unos hombres tan convencidos de lo que dicen creer que transmiten
a los demás algo inexplicable y contagioso? O… ¿nos verían como unos desabridos que arrastran una religión
convencional, de preceptos, de negaciones, que no parecen haber tenido en su
vida un gran encuentro personal sino un encuentro con la Ley que les agobia y
les empequeñece? ¿Cómo unos hombres incapaces de entusiasmar a nadie con su
género de vida, tristes y adustos, que sólo hablan para condenar y no para
invitar a recorrer un camino en el que, si no faltan dificultades, hay con
exceso luz y alegría?
Que cada uno pensemos las respuestas y si estamos dispuestos
a un cambio de vida que nos asemeje a la actitud y espíritu de san Pablo que
después de veinte siglos nos deja hoy una espléndida lección de lo que es acercarse
a la esperanza, a la riqueza de gloria que se nos ofrece y la extraordinaria
grandeza del Dios por el que hemos optado ■