La oración es auténtica cuando el que ora asume la actitud del pecador,
esto es, del pobre, del limitado. La respuesta del Señor a quien se dirige a él
como pobre pecador es siempre una palabra de compasión y de perdón. El corazón
arrepentido es siempre objeto de una extrema ternura del Señor, cuyo único
anhelo es ver felices a todos sus hijos. Así fue como se mostró a la Magdalena,
a la adúltera, a la samaritana, a Pedro, a Zaqueo. Su sorprendente exclamación: Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os
aliviaré! (Mt 11, 28), es una manifestación elocuente del cariño paternal
del Señor para con todos los que sufren. Esta finura de sentimientos de amor
para con el pecador arrepentido aparece también de modo inequívoco en las
maravillosas alegorías del fariseo y del publicano (cf Lc 18, 9-11) y del hijo
pródigo (cf Lc 15, 11-32). Sin una sincera actitud de arrepentimiento de las
propias infidelidades y flaquezas humanas no hay oración auténtica. El
sacramento de la confesión es una práctica que pone a prueba nuestro grado de
sinceridad con el Señor. Ir a la confesión es reconocerse públicamente pecador.
Es vivir en la realidad. El gesto de absolución del confesor es la señal externa
del perdón de Cristo. Es la manifestación inequívoca de su misericordia y de su
paternal compasión ■ Pedro
Finkler, Buscad al Señor con alegría, Capítulo 11.