Hay dos experiencias como muy básicas que todo cristiano está llamado a vivir:
la primera es sentir a Cristo vivo, resucitado de entre los muertos. La segunda
es sentirse hijo de Dios y, como tal, llamado a compartir con Cristo esa nueva
vida.
Ambas cosas se pueden explicar, se puede enseñar en la catequesis,
se pueden repetir una y mil veces en las homilías, se pueden incluso saber de
memoria y repetir cada mañana, pero lo decisivo no es que se sepan, sino que se
experimenten, que se sientan, se vivan[1].
Hay muchos cristianos a los que no les cuesta nada decir
que Dios es su Padre, pero que no se sienten hijos de Dios, que no sienten esa
vibración de hijo que, lógicamente, sentimos ante nuestros padres de carne y
sangre. Y es que quizá en nuestra catequesis ésta verdad la hemos transmitido
como un concepto y no como una experiencia. C'est
le petit difference. Quizás
hemos insistido demasiado en la justicia de Dios, o en su grandeza, o en su
poder, y lo que hemos conseguido es transmitir a un Dios lejano, distante,
inaccesible... Así, ¿quién puede sentirlo como Padre? Lo propio de un padre es
la cercanía, la disponibilidad, el tenerlo al lado, el sentir la seguridad y la
confianza que nos transmite... ¿Así sentimos a Dios?
Ese fue el afán de Jesús, su gran misión fue acercarnos a
Dios, facilitarnos el reconocerlo a nuestro lado, hacernos comprender que es
nuestro Padre, y que esto no es un título más en la larga lista de atributos
que podemos aplicarle, sino el principal y primero, el único que de verdad
importa e interesa.
El afán del Señor no era que sintiéramos temor ante el
poder de Dios, sino paz ante su amor, consuelo ante su cercanía, confianza ante
su paternidad. Y para transmitir ese mensaje de la paternidad de Dios, mucho
nos ayudaría ser nosotros más comprensivos con el hombre de hoy: menos condenas
y más comprensión. Comprender, ayudar, salvar... ¿Cuándo vamos a entender que
los que llamamos “marginados” o “gente
sin formación” -¡ay frase desdichada!- no necesitan tanto que les
recordemos lo que deberían hacer como que son, también ellos, hijos de Dios,
igual que la oveja perdida no necesita sermones sino alguien que se remangue
los pantalones y se vaya a buscarla, y esté con ella, y la eche sobre sus hombros,
y la cuide...? La imagen del pastor y la oveja, que nos trae el Evangelio de
hoy, es más, mucho más que una fuente de inspiración para decorar oratorios o
hacer ornamentos.
Y ser pastor no es fácil: el buen pastor que da la vida por las ovejas ¡Dar la vida! Pastores
somos todos: de los hijos, de los padres, de los amigos, de los empleados, de
los pacientes, de los vecinos. Y el evangelio es muy claro: si no somos
(pastores), somos asalariados, llenos de buenas palabras, de homilías en la
web, de tomos y tomos de libros de meditaciones… que salimos corriendo en
cuanto viene el lobo, dejando las ovejas a su suerte.
Yo me pregunto ¿a cuántas ovejas he dejado a su suerte? Y
si tengo el valor de decir “se lo tiene merecido” ¿Eso es ser buen pastor? Hoy por
hoy, los cristianos: ¿Qué hacemos con las mujeres que abortan, con las personas
homosexuales, con quienes han sufrido el drama del divorcio, con quienes están enganchados
en la droga, en el alcohol, en el juego, en las deudas; qué hacemos con los
emigrantes? Rápidamente los clasificamos con una eterna etiqueta, incluso antes
de reconocerles la categoría de personas. Los vemos por su peculiaridad antes
que por su esencialidad. Y solemos dejarlos dejamos abandonados a su suerte, no
permitiéndoles el acceso a ciertos colegios, a ciertos círculos, a ciertos
ambientes (¡menos mal que siempre quedarán las parroquias!) ¿Así es cómo buscamos
que el hombre y la mujer de hoy se
sientan hermanos de Cristo e hijos de un
mismo Padre?
A veces da la impresión que ser hijos de Dios no es un
don que el Padre hace a todos, sino un privilegio de élite, y si alguien
necesita descubrir que Dios es Padre son, precisamente los abandonados, los que
nada tienen, de la misma manera que la oveja que necesita que su pastor vaya a
por ella es la que se ha perdido y no las que se han quedado bien seguras en el
redil, igual que no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos[2].
San Pedro, en la primera lectura de este domingo, inspirado
por el Espíritu Santo, dice que la piedra
que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Quizá nosotros hoy
seguimos haciendo lo mismo, y desechamos las piedras angulares de nuestra vida,
porque no prestamos atención al divorciado, al homosexual, al depresivo, al
desempleado –que calificamos rápidamente de huevón
(sic)- en otras palabras: desechamos a los pobres –a las ovejas perdidas- sin
darnos cuenta que ellos son los que nos ofrecen la posibilidad de ser más
humanos, más cercanos, más hermanos.
Hoy por hoy, Abril del año 2012, somos hijos de Dios,
aunque no se note del todo, y eso debe abrir nuestro corazón a la esperanza.
Estamos a tiempo, podemos hacerlo, podemos sentirnos hijos y, por lo tanto,
hermanos de los hombres. Podemos cambiar la sociedad y el mundo, podemos hacer
realidad el Reino de Dios entre nosotros. Y si esto suena a utopía ¡Pues sí!: lo
propio del cristiano es la utopía, la utopía de la fraternidad universal[3]
Que la madre del Buen Pastor –la divina Pastora- que es
Hija del Padre, Madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo nos ayude a
comprender esto, e interceda constantemente por nosotros delante de Dios ■
[1] L. Gracieta, Dabar,
1994, n. 28.
[2] Cfr Lc 5, 29-32.
[3] El concepto utopía se refiere a la representación de un mundo
idealizado que se presenta como alternativo al mundo realmente existente,
mediante una crítica de éste. El término fue concebido por Tomás Moro en su
obra De Optimo Repūblicae Statu deque
Nova Insula Utopia, donde Utopía es el nombre dado a una comunidad ficticia
cuya organización política, económica y cultural contrasta en numerosos
aspectos con las sociedades humanas de su época. Sin embargo, aunque el término
fue creado por él, el concepto subyacente es anterior. En la misma obra de Moro
puede verse una fuerte influencia e incluso directa referencia a La República, de Platón, obra que
presenta asimismo la descripción de una sociedad idealizada. En el mismo
sentido, las narraciones extraordinarias de Américo Vespucio sobre la recién
avistada las islas de Fernando de Noronha, en 15032 y el espacio abierto por el
descubrimiento de un Nuevo Mundo a la imaginación, son factores que estimularon
el desarrollo de la utopía de Moro.
Ilustración:
Ia Orana Maria (Ave Maria), Paul
Gauguin (1848–1903), Metropolitan Museum
of Art (New York).