Cuando leemos en
el Nuevo testamento que la fe “mueve montañas”, no debemos interpretar el
lenguaje simbólico en un sentido exclusivamente literal, como si quisiera decir
que la oración es un medio mágico de llevar a cabo cosas físicamente difíciles
o imposibles de realizar. Ese es el tipo de absurdo que los ateos sugieren
después de haber allanado una colina con una máquina excavadora o después de
que un astronauta soviético haya regresado a la tierra sin haber visto ningún
ángel. La fe, en efecto, tiene que ver con imposibilidades, pero en modo alguno
pretende suplir a la mera fuerza física, a la medicina, al estudio o a la
investigación humana. Cuando Cristo decía a sus oyentes que debían tener fe, no
pretendían que se limitasen a usarla para modificar el paisaje. Quería hacerles
ver que su fe debía ser tal que no se dejara amilanar por ninguna clase de
obstáculos ni de imposibilidades aparentes. La lección se refería a las
cualidades de la fe, no a la naturaleza de la tarea que había de realizarse. La
tarea no importaba, porque todo lo que fuese necesario para la salvación iba a
concederlo Dios como respuesta a nuestras oraciones. El significado central de
la enseñanza del Nuevo Testamento sobre la oración, por tanto, es que el Reino
de los cielos está abierto a quienes, en la oración, pidan acceder a él. Esta
ayuda sobrenatural jamás le será negada a nadie que la necesite y la busque en
el nombre de Cristo. La fe le será concedida a quienes sepan pedirla. La luz de
la verdad divina no se le niega nunca a los humildes. Pero la oración
debe ser perseverante e insistente” ■
Thomas Merton