La confianza del leproso es extraordinaria: Si quieres, puedes limpiarme. Es la fe de la cananea[1],
del centurión[2],
del padre del epiléptico ¡de tantos y tantos que están –estamos- enfermos! Y el
Señor se siente conmovido por esa fe. Nunca el diálogo fue tan breve y tan
intenso. Dos palabras para revelar la fe del leproso, una palabra para señalar
el efecto de esta fe: Si quieres, puedes
curarme. Quiero[3].
Aquí se encuentran a la vez la terrible situación de un
hombre y la gran fuerza del Amor. La lepra inspiraba tanto miedo en aquella
época que era considerada como un castigo de Dios y un contagio terrible: ¡ante
todo no tocar a esos malditos![4] San
Marcos indica que Jesús lo toca y lo cura. Ambas cosas. Con toda seguridad eso
es lo que aquel hombre intuía en su corazón: “él puede todo lo que quiere;
quizá con la condición de que se crea en él”. Y así es como se realiza el
encuentro. No hay miseria alguna que asuste a Jesús pero espera nuestro “si tú quieres
Señor”, que debería ser casi tan poderoso como el amor con que está dispuesto a
acogernos[5].
Al escribir esto, pienso en los leprosos de hoy y me
gustaría ponerlos delante del Señor: los despreciados, los marginados, los que
sienten la vergüenza de su cuerpo, de su corazón, de su vida. Aquellos que han
sufrido el drama del divorcio o aquellos que viven en su carne la
homosexualidad; los que dependen del dinero, el juego, el alcohol o la
superficialidad…
Y al mismo tiempo me pregunto a mí mismo. ¿Acaso es que estoy
sano? Muchos de mis encuentros con Jesús han sido inútiles porque nada me
impulsaba a suplicarle: ¡Señor Sálvame![6]
Para decir esto con una fuerza capaz de arrancarle
gracias muy grandes, es necesario –muy necesario, de hecho- que me sienta
leproso y que lo sienta de verdad. Que no me sienta – ¡ay frase desafortunada!-
aristócrata del amor. Este doble despertar de nuestra vergüenza y de nuestra fe
es la mejor preparación para un encuentro. Como cuando al comienzo de la misa
decimos aquello de: “Antes de celebrar esta eucaristía, reconozcamos nuestros
pecados” debemos pronunciarlo de verdad, sintiendo (sic) en nuestra carne ése
deseo de sanar, de curarnos, de quedar limpios. Limpios como Jesús ■