Una humilde muchacha, María de Nazaret, es
nuestra mejor maestra en éstas vísperas de Navidad. En éste último domingo
antes de Navidad nos disponemos, en unión de miles y miles de comunidades
cristianas en todo el mundo, a celebrar el misterio central de la historia: el
nacimiento del Hijo de Dios como Hermano nuestro[1].
Y el mejor modelo para acogerle lo
tenemos en María, la Virgen que le esperó
con inefable amor de Madre[2].
Ella le recibió en sí misma, como carne de su carne. Ella dijo sí con su hágase en mí según tu palabra.
Por eso, hoy, último domingo de
Adviento, la recordamos con gozo en nuestra Eucaristía. Porque Dios la llenó de
gracia. Porque creyó. Porque esperó. Porque fue madre. Realmente María es la
que mejor ha celebrado en la historia el Adviento y la Navidad. Hemos leído
cómo a David se le prometió que iba a tener una dinastía eterna, y que de su
descendencia iba a salir el Mesías Salvador[3].
Por eso las palabras del ángel a María
de Nazaret anuncian el cumplimiento de la promesa: a tu hijo Jesús, Dios le dará el trono de David su padre, y reinará, y
su reino no tendrá fin[4].
Esto tiene un sentido entrañable para nosotros en vísperas de la Navidad: el
Señor ha nacido de una familia humana. No ha venido como un ángel, ni como un
ser extraño a nuestro mundo. El Mesías ha querido tener raíces familiares
concretas, nombre y apellido.
María y José son los eslabones más
próximos de una cadena que hace que Jesús sea hermano nuestro, arraigado en un
pueblo, en una historia. Ese ha sido el plan de Dios. El plan que como dice san
Pablo, en la carta a los romanos había estado escondido durante siglos y que se
ha revelado de una vez por todas en Cristo Jesús: que Dios quiere la salvación
de todos los pueblos sin distinción. Que todas las naciones de la tierra están
llamadas a la fe[5].
Así, el hijo de María es a la vez hijo
de David, es decir, parte de la humanidad, e Hijo de Dios, el Salvador que Dios
envía a todos. Esa es la Buena Noticia que nos llena de alegría hoy a todos.
Esa Buena Noticia la ha escuchado y la
ha creído, en nombre de todos, María de Nazaret. Nosotros también la hemos
escuchado, en comunidad, hoy: Alégrate, comunidad cristiana; alegraos,
creyentes de todo el mundo, el Señor está en medio de nosotros.
Muchos, en el mundo, en torno nuestro,
no saben exactamente qué celebran en la Navidad. Celebrarán, sí, y se regalarán
cosas, y serán, “oficialmente” felices. Los cristianos tenemos otra actitud:
buscamos celebrar la Navidad de manera más profunda, con las mismas actitudes
que hemos visto en la Virgen María: confianza en Dios, humilde agradecimiento,
total apertura a su voluntad, alegría por el nacimiento del Salvador... Lo
demás es consecuencia: porque es una noticia como para hacer fiesta, y
alegrarse, y reunirse en familia, y felicitarse.
Creemos en el anuncio que a todos se
nos ha hecho: que Dios quiere salvarnos y nos envía a su Hijo. Y por eso
celebramos fiesta y, antes, por eso nos quedamos en la Iglesia, en ésta Iglesia
que nos ofrece lo único que debe ofrecernos: el conocimiento de que la
salvación nos viene gracias a Jesucristo y enseñarnos el camino para alcanzar
la alegría, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La
Iglesia entera, universal, enorme, santa y pecadora, llena de luz y con
tinieblas en su interior.
Ya desde ahora es Navidad. Desde el
momento en que nos hemos reunido para celebrar la Eucaristía, ya está Cristo en
medio de nosotros. Y nos hemos puesto en actitud de escucha de la Palabra de
Dios, con los mismos sentimientos de la Virgen: hágase en mí según tu Palabra[6].
Y ahora celebramos la Eucaristía, con la convicción de que el mismo Espíritu
que hizo fecunda a la Virgen, es el que convierte el Pan y el Vino en el Cuerpo
y en la Sangre de Cristo Jesús.
Cada Eucaristía es Navidad, porque es presencia
intensa y especial del Salvador entre nosotros. Con la de hoy, es como más
profundamente nos preparamos a celebrar el Misterio del Nacimiento, la Fiesta
de la Navidad ■