Impresionante resulta la frase del Apocalipsis que escuchamos año con año en la liturgia de éste
día: Y vi una muchedumbre inmensa, que
nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas...[1]
¡Son los santos! Santos desconocidos en su mayoría. Santos de todas las
regiones, de todos los países, de todas las épocas. Santos negros y blancos,
cultos e ignorantes... El mundo de los santos ¿Qué es lo que une a gente tan
distinta? Realmente, ¿es posible que gente tan distinta tenga algo en común,
algo que permita darles a todos el mismo nombre, el nombre de santos?
La fiesta de Todos los Santos nos invita a celebrar dos
hechos. El primero es que, verdaderamente, la fuerza del Espíritu de Jesús
actúa en todas partes, es una semilla capaz de arraigar en todas partes, que no
necesita especiales condiciones de raza, o de cultura, o de clase social. Por
eso esta fiesta es una fiesta gozosa, fundamentalmente gozosa: el Espíritu de
Jesús ha dado, y da, y dará fruto, y lo dará en todas partes.
El segundo hecho que celebramos es que todos esos hombres
y mujeres de todo tiempo y lugar tienen algo en común, algo que les une. Todos
ellos han lavado y blanqueado sus mantos
en la sangre del Cordero[2].
Todos ellos han sido pobres, hambrientos y sedientos de justicia, limpios de
corazón, trabajadores de la paz. Y eso les une.
Hoy no celebramos una fiesta superficial, hoy no
celebramos que "en el fondo, todo el mundo es bueno y todo terminará
bien", sino que celebramos la victoria dolorosamente alcanzada por tantos
hombres y mujeres en el seguimiento del Evangelio (conociéndolo explícitamente
o sin conocerlo).
Hay algo que une al santo desconocido de las selvas
amazónicas con el mártir de las persecuciones de Nerón y con cualquier otro
santo de cualquier otro lugar: los une la búsqueda y la lucha por una vida más
fiel, más entregada, más dedicada al servicio de los hermanos y del mundo nuevo
que quiere Dios.
Celebramos, por tanto, esos dos hechos: que con Dios
viven ya hombres y mujeres de todo tiempo y lugar, y que esos hombres y mujeres
han luchado esforzadamente en el camino del amor, que es el camino de Dios. Y podemos
añadir también un tercer aspecto: San Agustín, en la homilía que la Liturgia de
las Horas ofrece para el día de San Lorenzo, lo explica así: «Los santos mártires
han imitado a Cristo hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza de
su pasión. Lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha
derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de
haber bebido ellos». El obispo de Hipona se dirigía a unos cristianos que
creían que quizá sólo los mártires, los que en las persecuciones habían
derramado la sangre por la fe, compartirían la gloria del Señor. Y a veces
pensamos también nosotros lo mismo: que la santidad es una heroicidad propia
sólo de algunos. Y no es así. La santidad, el seguimiento fiel y esforzado del
Señor es también para nosotros: para todos nosotros y para cada uno de
nosotros. Es algo exigente, sin duda; es algo para gente entregada, que tome
las cosas en serio, no para gente superficial y que se limita a ver la vida
pasar, sentados en su salita monísima.
Somos nosotros, cada uno de nosotros, los llamados a esa
santidad, a ese seguimiento. Otra vez San Agustín: «Ningún hombre, cualquiera
que sea su género de vida, ha de desesperar de su vocación (...); entendamos,
pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo, además del derramamiento
de sangre, además del martirio».
Hoy, en la fiesta de Todos los Santos, se nos invita a
celebrar que también nosotros podemos entender y descubrir nuestra manera de
seguir al Señor[3]
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