Solemnidad de Todos los Santos (1.XI.2013)

Impresionante resulta la frase del Apocalipsis que escuchamos año con año en la liturgia de éste día: Y vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas...[1] ¡Son los santos! Santos desconocidos en su mayoría. Santos de todas las regiones, de todos los países, de todas las épocas. Santos negros y blancos, cultos e ignorantes... El mundo de los santos ¿Qué es lo que une a gente tan distinta? Realmente, ¿es posible que gente tan distinta tenga algo en común, algo que permita darles a todos el mismo nombre, el nombre de santos?

La fiesta de Todos los Santos nos invita a celebrar dos hechos. El primero es que, verdaderamente, la fuerza del Espíritu de Jesús actúa en todas partes, es una semilla capaz de arraigar en todas partes, que no necesita especiales condiciones de raza, o de cultura, o de clase social. Por eso esta fiesta es una fiesta gozosa, fundamentalmente gozosa: el Espíritu de Jesús ha dado, y da, y dará fruto, y lo dará en todas partes.

El segundo hecho que celebramos es que todos esos hombres y mujeres de todo tiempo y lugar tienen algo en común, algo que les une. Todos ellos han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero[2]. Todos ellos han sido pobres, hambrientos y sedientos de justicia, limpios de corazón, trabajadores de la paz. Y eso les une.

Hoy no celebramos una fiesta superficial, hoy no celebramos que "en el fondo, todo el mundo es bueno y todo terminará bien", sino que celebramos la victoria dolorosamente alcanzada por tantos hombres y mujeres en el seguimiento del Evangelio (conociéndolo explícitamente o sin conocerlo).

Hay algo que une al santo desconocido de las selvas amazónicas con el mártir de las persecuciones de Nerón y con cualquier otro santo de cualquier otro lugar: los une la búsqueda y la lucha por una vida más fiel, más entregada, más dedicada al servicio de los hermanos y del mundo nuevo que quiere Dios.

Celebramos, por tanto, esos dos hechos: que con Dios viven ya hombres y mujeres de todo tiempo y lugar, y que esos hombres y mujeres han luchado esforzadamente en el camino del amor, que es el camino de Dios. Y podemos añadir también un tercer aspecto: San Agustín, en la homilía que la Liturgia de las Horas ofrece para el día de San Lorenzo, lo explica así: «Los santos mártires han imitado a Cristo hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza de su pasión. Lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos». El obispo de Hipona se dirigía a unos cristianos que creían que quizá sólo los mártires, los que en las persecuciones habían derramado la sangre por la fe, compartirían la gloria del Señor. Y a veces pensamos también nosotros lo mismo: que la santidad es una heroicidad propia sólo de algunos. Y no es así. La santidad, el seguimiento fiel y esforzado del Señor es también para nosotros: para todos nosotros y para cada uno de nosotros. Es algo exigente, sin duda; es algo para gente entregada, que tome las cosas en serio, no para gente superficial y que se limita a ver la vida pasar, sentados en su salita monísima.

Somos nosotros, cada uno de nosotros, los llamados a esa santidad, a ese seguimiento. Otra vez San Agustín: «Ningún hombre, cualquiera que sea su género de vida, ha de desesperar de su vocación (...); entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo, además del derramamiento de sangre, además del martirio».

Hoy, en la fiesta de Todos los Santos, se nos invita a celebrar que también nosotros podemos entender y descubrir nuestra manera de seguir al Señor[3]



[1] Cfr. Apoc 7, 2-4. 9-14.
[2] Ídem.
[3] J. Lligadas, Misa Dominical 1989, n. 21.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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