Lo propio de la aristocracia espiritual –la verdadera, la real, la que no se nota; no la de los que
compran títulos nobiliarios como el de Peralta- es la compasión. Lo más alto es
llegar a sufrir por otros y con otros. Es éste el camino, opuesto al del viejo
burgués, o al del ahorrista mezquino, que crece, que gana, que guarda en sus
cofres, que vence a otros, que se regocija porque es mejor que otros... El
aristócrata auténtico, sin detenerse en sí mismo, sufre por otros, ofrece por
otros. Su vocación es la de redimir y salvar. Por ello quien sigue ese camino escondido se coloca inmediatamente bajo el
manto de la Santísima Virgen, que es Madre y Señora. Es la Dama, a quien son
ofrecidos todos los triunfos del amor... Ella es permanente modelo de quietud
contemplativa y de empeño en la redención de los hombres. Nadie alcanza la
fecundidad en semejante misión sin incorporarse en esta corriente de Amor y de
Gracia que procede del mismo Espíritu de Dios y con Él se identifica ■ Un ermitaño
urbano