La unidad de la Iglesia
– diálogo, teología, simposios… –
es, por encima de todo, una cuestión de amor, de oración, de lágrimas.
Unidad es vocación
en mi ser por Dios impresa:
la vi que estaba: es esa
la ruta del corazón.
El Padre es intimidad
pura, secreta, latiente
con el Espíritu ardiente,
beso que anhelo en la paz.
Y el Hijo todo presencia,
todo historia para mí,
mi yo, mi espacio, mi ahí,
Jesús de mi complacencia.
Yo por dentro así me veo,
y siento que esto es llamada
cuando salí de la nada
rumbo al amor que poseo.
Y el amor se queda roto
si el amor no es unidad,
porque la vera amistad
es tú y yo en el mismo voto.
¡Oh dolor no compartido,
oh soledad sonriente
darse y darse amablemente
sin descansar en el nido!
El amor no pide nada
y está hambreando respuesta…
¿Qué es esto, mi Dios? Contesta
a mi alma enamorada…
¡Ay, desgarro milenario,
de la fe que nos sustenta
entre el error y la afrenta
y el perdón en el Calvario!
A ti, Cristo, te miramos
los hermanos desunidos;
unidos en los gemidos
junto a ti nos apretamos.
Ya solo esperamos gracia,
cansados de debatir;
quedémonos sin huir,
libres de toda falacia.
Pon en paz mi alma entera,
que si yo no estoy en paz,
la palabra de unidad,
es insípida y es huera.
Y dame el amor perfecto,
donado y correspondido,
el milagro que ha venido,
tu Jesús, tu predilecto.
Es este mi balbuceo,
que nada sé…, nada digo,
que soy un pobre mendigo,
y Una y Santa es mi deseo. Amén ■
P. Rufino Mª Grández, ofmcap
Puebla, 19 enero 2011
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