
Al momento de llevar a cabo el milagro, Jesús tenía delante una multitud sin alimentos, un lugar desierto y unos discípulos con unos medios realmente insignificantes, sin embargo la orden del Señor es terminante: Dadles vosotros de comer.[3]
Dos mil años después, en unas condiciones no demasiado distintas, el mandato del Señor no ha pasado de moda, ni se ha hecho viejo. Nosotros, católicos, hemos de echar la mano para saciar el hambre que el mundo tiene: hambre de pan, de felicidad, de Dios, de paz, de justicia.
Durante aquella multiplicación el Señor transformó la total escasez en absoluta superabundancia, y lo mismo desea hacer hoy, si lo dejamos. Comenzando por nuestros corazones –con sus debilidades, limitaciones y estrecheces– Jesús quiere hacerse Pan para que lo comamos, para entrar en nuestros corazones y transformarlos.
La Eucaristía es el alimento de los débiles y hambrientos. Supone ciertas condiciones, pero también las va creando en nosotros. Si pudiésemos ver lo que ocurre en el alma de una persona cuando comulga, posiblemente moriríamos de alegría. Por eso es bueno preguntarnos de vez en cuando ¿cómo es que tantas veces soy tan frío e indiferente frente al Señor en la Eucaristía? ¿Cómo es posible que me de lo mismo ir o no a Misa, comulgar o no hacerlo; visitar al Señor unos minutos al pasar por una Iglesia o pasar de largo? ¿No será que tengo poca fe en el milagro más grande del mundo, en el gesto de amor más increíble de la historia, en la realidad tan grande y profunda que Dios me muestra y me ofrece compartir? Por otro lado, ¿cómo es que si comparto un mismo Pan, que me hace parte de un solo cuerpo, no me sienta más responsable de los que me rodean?
La Solemnidad del Corpus Christi es un día de inmensa alegría y acción de gracias: porque en la Eucaristía descubrimos a Cristo que quiere quedarse con nosotros para siempre, para alimentarnos, para fortalecernos, para que nunca nos sintamos solos. El Señor se nos da en cada Misa, y se queda con nosotros en cada sagrario del mundo, y en el sagrario viviente que debe ser el corazón de cada uno de nosotros. Ésta debe ser la fuente más profunda e íntima de nuestra alegría. Esta es la fuente de la santidad, nuestra vocación. Este es el motor, silencioso y efectivo, que transforma nuestro corazón y la historia de los hombres.
A un mundo que se muere de tristeza, que está realmente hambriento de felicidad, y que al mismo tiempo está en un desierto, plagado de espejismos de falsa alegría, nosotros hemos de decirle que la verdadera alegría es cristiana, y que la santidad cristiana comienza y terminará siempre en la Eucaristía.
Hoy la Iglesia rompe el silencio misterioso que rodea a la Eucaristía y le tributa un triunfo que sobrepasa el muro de las parroquias para invadir las calles de las ciudades e infundir en toda comunidad humana el sentido y la alegría de la presencia de Jesucristo, silencioso y vivo acompañante del hombre peregrino por los caminos del tiempo y de la tierra. Y esto nos llena el corazón de una paz que nada ni nadie nos podrá arrebatar jamás.
Acudamos hoy a la Virgen Santísima y pidámosle sencillamente que nos ayude a comprender de verdad y para siempre que la Eucaristía es el Pan que alimenta y alienta, el único Vino que nos alegra el corazón, un Abrazo de Padre tierno, el Consuelo del Espíritu, y la Esperanza que no defrauda ■
[1] Cfr Mt 14, 13-21; Mc 6, 35-44; Lc 9, 11-17; Jn 6, 1-15.
[2] Homilía preparada para la Solemnidad del Corpus Christi 2008, en la Parroquia de St. Matthew, en San Antonio (Texas).
[3] Mc 6, 35-44.
Ilustración: Tintoretto, La Multiplicacion de los panes (1579-81), óleo sobre tela, 523 x 460 cm, Scuola Grande di San Rocco (Venezia).
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